
Texto por Cristina Zhang Yu
Imagen por Lucía Sun @imnotavirus_19
de la serie de fotografía I’m not a virus
En 2002, cuando todavía estaba en primera, vivimos el SARS, el síndrome respiratorio agudo grave. Esa epidemia duró casi dos años (la OMS la declaró contenida en julio de 2003, pero hubo casos hasta mayo de 2004). Y tiene algo en común con la actual pandemia del Covid-19. Se sitúa el mismo origen geopolítico: China. En ese momento tenía 11 años recién cumplidos y recuerdo que en casa hablábamos de esto. De la familia en 北京(Beijing). Recuerdo las llamadas que hacíamos con las tarjetas a minutos que comprábamos los fines de semana en los supermercados chinos de Barcelona. También tengo un ligero recuerdo de angustia y preocupación por una realidad que no veía ni vivía directamente. Una realidad que en casa la sentía en boca de mi familia y que cuando salía a la calle para ir a mi escuela, en Arenys de Mar, no parecía existir. Sensaciones similares, de hecho, a cómo han sido para mí este enero y febrero, pero añadiéndole diferentes episodios racistas en Barcelona.
A principios de este año, con las primeras noticias que nos llegaban de China nosotras ya empezábamos a preocuparnos. Pensamos en todo lo que hemos vivido y sabemos que, en el momento en que se haga difusión de la noticia, para muches peques será difícil. Más difícil, de hecho. Más de todo: señalamientos, risas, insultos, bromas racistas. En una de esas conversaciones en enero, mi amiga Isa, médica de cabecera, me dijo: «Yo recuerdo cuando pasó todo esto del SARS, tengo la imagen de unos niños que se apartaban de mí en medio de las escaleras de mi cole, como si les fuera a infectar de alguna cosa». Se hizo silencio. Y durante éste, nos mirábamos, los sabíamos. Pero no encontrábamos palabras. Que la impotencia del momento la teníamos que conciliar con la paciencia.
Durante las siguientes semanas, cuando todavía no estábamos confinadas y no había ningún problema aparente, ya vivimos diferentes episodios violentos. Episodios que son los de siempre, pero maquillados con otras palabras, con justificación suficiente para que las personas que lo veían se auto convencieran de “es que claro, si es china: es sospechosa”. También nos llegaban mensajes y experiencias de amigues, de familiares, en sus trabajos, en sus universidades, por la calle, en el transporte público, en las tiendas, en los restaurantes… Y también nos llegaban (y veíamos) cosas que pasaban dentro de las escuelas y los institutos.
Que las primas de una amiga le han insultado en su cole. Que a la hermana de la otra, el profesor de su instituto le ha dicho «Cuidado no nos vayas a infectar de coronavirus». Que las familias con quienes trabaja la otra amiga, están preocupadas y ven que hay más actitudes racistas. Que se aparta, que se tapan la nariz y la boca y corren, que ríen. Que las familias van a los centros y el profesorado no siempre ve problemas. Que una joven de uno de los centros en los que trabajo, ha pasado a ser “la china” o “la chinita” a ser “la coronavirus”. Que las compañeras del niño de primaria se quedan en la puerta y no quieren entrar “porque dentro está Zhao Lei y tiene el coronavirus”. Que mi prima va preocupada al instituto tiene conciencia sobre el racimo, a consecuencia de muchos episodios de acoso racista. Que su hermana pequeña, mi prima pequeña, casi la echan fuera de clase porque le decían… si, que tenía el coronavirus. Que si voy a trabajar a diferentes centros educativos y en medio de las actividades me preguntan “Cristina, ¿tienes el coronavirus?” Y con todo, sabéis, yo también he aprendido a sospechar. Y sospecho cada vez que alguna persona me dice “claro, pero esto en mi centro no ha pasado”.

desde enero, cuando sonó
la primera alarma en 武汉(Wuhan).
La que no va a olvidar
que le dolió un mes
el nombre de este virus
ahora, que en ocho días,
se ha vuelto un dolor global.
Fragmento final de Soy, poema que escribí cuando llevábamos una semana de confinamiento
Me gustaría, por un momento, descentralizar el debate del racismo -– sin menospreciar su importancia – de la ley de extranjería, de los CIEs, de los centros de menores, de las violencias y abusos de poder hacia las personas racializadas. Me gustaría, por un momento, incluso, no tener que entrar en el debate de la segregación escolar, tan compleja y difícil de accionar porque implica que se tambaleen los privilegios de la parte de la sociedad a quien no le afecta directamente. Ni quiero entrar en el debate sobre el estigma y la fácil etiqueta centro educativo de alta/máxima complejidad -sabiendo que uno de sus criterios es la presencia de “diversidad cultural». De hecho, tampoco quiero entrar a desgranar cómo el racismo, en tanto que sistema y por tanto estructura, se manifiesta y se impregna en las diferentes capas de nuestro sistema educativo. Y tampoco cómo esta sospecha a la que me refiero, de hecho, es muy presente para otros cuerpos racializados percebidos como “peligrosos” y “terroristas” (incluso dentro de nuestros centros educativos). No por voluntad, sino por espacio. Que a pesar de esta pincelada (para no olvidarnos), quiero volver al tema de debate que quería traer. Quiero, entrar directamente, a preguntaros, comunidad educativa:
¿Cuándo nos atreveremos a nombrar el racismo?
Si lo vemos y no intervenimos, como cualquier otro acoso escolar, somos cómplices. Si no lo vemos, no lo sabemos detectar, entonces tenemos un trabajo por hacer. Para empezar a hacer, digo, para empezar a ver y detectar, estaría bien. Pienso, que estaría bien empezar a debatir sobre un tema por el cual hay tabú, por el cual no tenemos formación ni conocimientos, ni herramientas o estrategias para intervenir diariamente. Un aprendizaje para la vida, a lo largo y a lo ancho, si queréis, en nuestra jerga. Romper con el tabú del racismo, atrevernos a construir herramientas y estrategias, para intervenir… Es también romper con un sistema educativo tradicional. Es romper con la reproducción de unas prácticas obsoletas con las que hemos aprendido (en nuestra escolarización) y con las que nos hemos formado (como profesionales). Es superar un sistema educativo que nos ha mantenido al margen, invisibilizando una realidad que nos ha afectado y nos sigue afectando, a miles de personas leídas, categorizadas, automáticamente, como “inmigrantes, extranjeras, no autóctonas, de fuera, de origen cultural diverso”. Pienso que transformar la educación no pasa sólo por repensar el currículum, los tiempos escolares, los espacios físicos, las comunidades, los vínculos fuera de los centros educativos, etc. Transformar la educación también es humanizarla. Y humanizarla es acercarla al sistema educativo. Es desafiar la estructura desde nuestra cotidianeidad. Es entre otras cosas, hablar de racismo.
¿Qué haremos cuando volvamos a los centros?
Se ha puesto sobre la mesa la necesidad de flexibilizar el tiempo y readaptar las exigencias anuales a la situación actual. Se ha hablado de acompañar el duelo, sus vivencias durante el confinamiento. También se ha hablado sobre poner las emociones en el centro, el afecto, de acompañarnos juntas. Estoy de acuerdo, y mucho. Tanto, que dada la historicidad actual, pienso que es necesario y urgente (aunque deberíamos haber empezado ayer o antes de ayer), preguntarnos con más detalle: ¿cómo acompañaremos a les estudiantes de ascendencia china (y aquelles leídas como chines a pesar de no serlo), en la vuelta a un espacio físico donde han sido sujetos discriminados con más permisividad que nunca? ¿Qué haremos? ¿Querremos o podremos hacer alguna cosa? ¿Le daremos importancia? ¿Trabajaremos a nivel individual, en grupo-aula, como centro? ¿Trabajaremos dentro del equipo directivo y docente?
No son “más deberes”, no son “más horas”, “más materias”. Es dar espacio a la vida.
Es, como ya decían algunos artículos previos publicados en el Diari de l’Educació, escuchar y dejar hablar, compartir. Encontrar los recursos que faciliten la expresión de sus propias experiencias y vivencias, sin anularlas. Al contrario, es el reto para encontrar, entender, los lenguajes expresivos por los que elles podrán (si quieren, claro), compartir su vivencia. De alguna manera, es traer a las aulas temas de debate que incomodan, que no podemos controlar, que pueden generar un ambiente hostil, tenso y violento. Es asumir, entonces, que estos momentos de debate pueden suceder dentro de las aulas y que nosotres nos encontraremos en el (des)equilibrio entre nuestra tarea profesional y nuestros propios valores, nuestras propias emociones. Es dar espacio para tomar conciencia de la incomodidad que nos puede generar y es, a la vez, que este rol como adultes, como profesionales, no nos haga rehuir de debates imperfectamente reales. Es, en las escuelas y en los institutos, dar espacio a la vida. Es, en definitiva, dar valor a nuestras vidas.