Mi experiencia trabajando en un salón de uñas
Voces
/ 20.04.21

Texto por Linling He

Hoy vengo a hablar de mi experiencia trabajando en un salón de uñas regentado por personas de origen chino en el barrio de Salamanca de Madrid.

Me encontraba buscando trabajo después de acabar un contrato temporal. En el pasado ya había acumulado bastante experiencia laboral en el sector del comercio y quería probar si podía encajar en el de belleza (cabe recalcar que yo entré al oficio por vocación y curiosidad).

La mayoría de los empleadores buscan que sus trabajadores manejen un mínimo de español para poder interactuar con los clientes en su día a día. En general, los empleados no parten de un nivel medio y se esfuerzan muchísimo para poder alcanzarlo, en mi caso yo dominaba el idioma. En este sentido poseía el mismo privilegio que una persona española por haber crecido aquí y eso me diferenciaba del resto de compañeros. Debido a este pequeño detalle, mis experiencias pudieron haber sido distintas a las de un empleado con escaso dominio del idioma. Sin embargo, todos sufríamos igualmente ataques racistas todos los días, porque compartíamos algo: éramos empleados chinos.

Yo no tenía ninguna experiencia previa como manicurista. Alguna vez, cuando era más joven, había jugado a pintarme las uñas con mis amigas para ir mona, presumir o hacerme la adulta. Nada más lejos de la realidad. Cuando me tocó aprender seriamente esta profesión me eché las manos a la cabeza, literalmente. Es un oficio que exige una enorme paciencia, una capacidad de atención y concentración muy trabajadas y una agilidad calmada.

Según lo que yo sé, en China existe una modalidad de aprendizaje sobre la marcha. Yo empecé con un nivel de usuaria el primer día. Carecía de agilidad, temblaba un montón y cometía los típicos errores de un novato.

Sin embargo, todos sufríamos igualmente ataques racistas todos los días, porque compartíamos algo: éramos empleados chinos.

Normalmente ni habíamos acabado con una clienta y ya nos metían prisa para la siguiente. «Rápido, hay otras cinco esperando en la sala», decía la jefa. Pero, oh, lo hiciste mal, a la clienta no le gustó la forma de las uñas, retrocede a limárselas para que no se enfade y se vaya satisfecha. Levantábamos la cabeza y escuchábamos atentamente algún que otro sermoncito, uno detrás de otro a diario:

«Escucha, ¿sabes español? No me has entendido, te he dicho que las quiero cuadradas redondeadas» Se miraba las uñas con una actitud repelente y nos seguía explicando: «Me las has dejado muy redondas. No, no, no. Así no»

Después contestaba una llamada malhumorada. Una voz de hombre le preguntaba por si ya estaba lista para no sé qué cita. Ella respondía, sin disimulo alguno, que se encontraba donde las «chinitas» todavía, y una de ellas había arruinado sus uñas porque la pobre «chinita» no se enteraba muy bien.

Otro de los inconvenientes de la profesión era la higiene: debíamos protegernos de las posibles infecciones y enfermedades de contagio mientras nos concentrábamos en ganar velocidad para empezar cuanto antes con la siguiente clienta. Aquí matábamos las horas con una mascarilla puesta en nuestras caras, desde que entrábamos hasta que acabábamos nuestras jornadas. Sí, la misma que se usa ahora para evitar el coronavirus. Nosotras ya nos habíamos acostumbrado a llevar esas molestas tiras sobre nuestras orejas mucho antes que el resto de ciudadanos. En tiempos de pandemia, este requisito de mantenerse protegido y proteger a las clientas ante el riesgo de contagio aumentó considerablemente, lo cual provocó que acabara siendo más arduo el trabajo.

El oficio no es imposible de dominar, lo que hace que sea complicado es el racismo que se sufre a diario. Mientras callábamos y asentíamos por mantener nuestros puestos de trabajo, las mirábamos a las clientas desde una sillita, desde abajo, con una postura que no nos beneficiaba para la salud; ellas se mantenían tan erguidas que parecían más patilargas de lo que realmente eran, y nos observaban desde arriba, dominando sus sillones, irónicamente insatisfechas. El silencio nos mantenía fuertes e invisibles al mismo tiempo. Levantaba la cabeza, en ocasiones, para averiguar si aún podía moverme por el dolor que me causaba adoptar decenas de veces al día una postura torcida, poco apropiada para la espalda.

Cuando las clientas no eran mujeres, sino hombres, la situación se volvía fastidiosamente complicada. Una vez me topé con un señorito que se esfumó de nuestro recinto sin pagar: un ladrón con mayúsculas. Llegó bien vestido, aseado y parecía tener buen gusto para la moda. Él también miraba hacia abajo, como las clientas, pero me contemplaba como si fuera un objeto de deseo. Me di cuenta de que, mientras yo trataba de buscar una postura más cómoda, abriéndome de piernas para que él, como cliente, se encontrara satisfecho, él se retorcía fetichizándome sin remordimiento alguno. Al finalizar la pedicura y darle un último masaje desganada, me fui al baño a preparar y desinfectar los utensilios. Cuando volví él ya no estaba: se había marchado sin pagar ni un duro. ¿Harían lo mismo con empleados blancos de un salón de belleza? La respuesta es un rotundo «no».

Es utópico desligarse del aspecto oscuro de la profesión como empleada asiática en un territorio europeo, pero no puedo negar que en nuestra comunidad asiática nos apoyamos de una forma mucho más altruista. El trabajo en equipo no se considera como una meta a la que llegar, sino como un modo de convivir para luchar por el bien común. La hermandad que existe dentro es insustituible. Los valores con los que más he trabajado han sido la paciencia, la empatía y la aceptación.

Teniendo en cuenta nuestra forma de pensar, bastante diferente a la de la cultura local, en los momentos más complicados me animaba a mí misma con un típico «no es nada». Pensamiento asiático. Hazlo por honor y el bien común. No le des vueltas, necesitas pagar las facturas. No levantes la voz, o causarás molestias innecesarias a tus compañeros de trabajo y tu jefe y tu familia. Y, gracias a la autocompasión del momento, se me disipaban los pensamientos obsesivos y era capaz de sustituirlos por otros, quizás menos serios, pero en definitiva me sirvieron para aguantar la jornada laboral.

Me di cuenta de que, mientras yo trataba de buscar una postura más cómoda, abriéndome de piernas para que él, como cliente, se encontrara satisfecho, él se retorcía fetichizándome sin remordimiento alguno.

Quiero aclarar que el oficio y el país donde se lleva a cabo el mismo determina la correlación de su bienestar laboral. No es lo mismo trabajar en tu propio país asiático que en un país occidental, porque la experiencia es totalmente distinta. En los países asiáticos esta profesión está mejor valorada y goza de una buena fama. Los salones de belleza son altamente exigentes y cualificados dentro de su amplio mercado laboral. Esto ocurre precisamente porque en Occidente existe una clara fetichización, racismo y misoginia hacia las mujeres asiáticas. No nos valoran el trabajo manual: se nos observa con lupa, se nos castiga y se nos silencia. Por poner un ejemplo, mientras que en China una empleada padecería exclusivamente las desventajas cotidianas de la profesión; en España, por ejemplo, sufriría el racismo más los inconvenientes del oficio. Aunque sea un trabajo físico, repetitivo, automatizado y sin requerimiento de estudios superiores, su realidad es dura y su técnica necesita experiencia y dedicación absoluta.